En la era digital, las redes sociales se han convertido en un escaparate de emociones donde muchos buscan desahogo, consuelo o validación. Sin embargo, es necesario preguntarnos: ¿compartimos nuestros problemas en redes porque no tenemos con quién hablar, o porque no hemos aprendido a gestionar nuestras emociones con madurez?
Es cierto que la soledad puede llevar a las personas a buscar apoyo en el mundo virtual, pero también lo es que algunas simplemente no han entendido que la exposición excesiva de su vida personal puede traer más problemas que soluciones. Mientras más divulgamos nuestras dificultades, más abrimos la puerta a la burla, al juicio y a la indiferencia de quienes, en realidad, no tienen interés genuino en nuestro bienestar.
Las redes sociales no son psicólogos. No están diseñadas para brindar orientación profesional ni para ofrecer un espacio seguro de escucha y comprensión. La ayuda real se encuentra en el diálogo íntimo con quienes nos valoran de verdad, en la terapia cuando es necesaria y en la capacidad de reflexionar antes de compartir.
No todo el mundo merece conocer nuestras luchas, ni todas las personas que nos leen lo hacen con empatía. A veces, el silencio y la introspección son más sanos que la exposición indiscriminada. En un mundo donde la privacidad es un lujo, aprender a manejar nuestros problemas en círculos de confianza es un signo de madurez y amor propio.