El cuido de sus hijos enfermos mantiene de pie a la señora de 88 años, quien vive en condiciones de vulnerabilidad.
Santo Domingo, RD.-Sentada en una silla y encorvada ya por la edad, Ángela Antonia Pereyra Contreras conversa con la cabeza apoyada sobre su mano derecha, como si le pesara sostener la carga de sus recuerdos. Luce cansada, pero la mirada profunda de sus ojos negros la mantienen alerta.
“¿Por qué la respiración…corta? La respiración como que se me corta”, cuestiona mientras busca la respuesta en medio del silencio. Antonio Paredes, el vecino que la conoce desde que se mudó hace más de cuatro décadas en el sector Los Multis, en Los Alcarrizos, le responde: “eso es por la funda de años”.
La jocosidad del comentario plasma una sonrisa entre las arrugas de su rostro, que atestiguan todo por cuanto ha pasado en aquel “barrancón” donde su esposo fue echando las paredes del tugurio en el que la viuda y tres de sus hijos enfermos pasan los días esperando “cualquier cosa que les den”.
En el espacio que alguna vez pudo haber sido una sala yace Domingo, durmiendo con la boca entreabierta. Fue el único de sus siete hermanos que logró un trabajo estable. Su negocio de venta de “yaniqueques” (empanadas de harina de trigo) era la principal fuente de ingresos de la familia antes de que un accidente cerebrovascular mermara su salud y su fuerza de trabajo.
“Dos veces le dio la trombosis. Lo dejó ciego. Él es ciego. No camina… Un solo pie que tiene, y no camina tampoco. El brazo muerto… también el brazo”, expresa Ángela mientras observa y señala el suyo propio.
Para ella, ha pasado apenas un lustro desde que recibió el diagnóstico de que su hijo “no tendría remedio”, pero la verdad es que lleva más de 12 de sus casi 90 años adaptada a levantarse todas las mañanas para alimentarlo, priorizando sus necesidades por encima de sus propias dolencias físicas.
“Una cuchara… yo le doy de comida. Le doy su desayuno, papa con leche. Hoy se me botó la leche encima de la cama… no le di la leche hoy porque se me botó. Si viniera una gente que quisiera ayudarme… porque yo no puedo”, comenta, haciendo un gesto de resignación.
La mujer también se encarga de asear su cuerpo con trapos, y se mantiene atenta cuando Domingo logra articular algunas palabras. Aunque no pueda verla, sabe que la reconoce. “Bueno, él casimente… Mira, no he hablado nada con él hoy. Él no ha hablado nada. Le voy a dar lo que me den, para dárselo”.
Vuelve y coloca la mano en su cabeza. Sus ojos se cierran un poco, mientras dura un breve instante callada. “Yo sufro una pena… Una pena, como (el que quiere) llorar… muchos problemas, hermana”, responde, respirando profundamente.
Si atiende a sus hijos, ¿quién cuida de ella? A pocos metros de Ángela se encuentra sentado Mella. Inmóvil, su mirada suspendida en el vacío parece confirmar los trastornos mentales que, según dicen, padece. De Juan Pablo comentan que está mejor que su hermano, aunque a veces “se le va la guagua”. En el patio, llena un cubo con agua para trapear la cocina donde horas antes se sancochaba la papa.
“¡Juan Pablo!”, exclama su madre. “Ven, que quieren hablar”. Aunque el hombre debe tener poco más de 50 años, suelta el cubo y se acerca tímido, como un niño que ha demorado en contestar el llamado. “Ven acá, ¿quién es que me ayuda a alimentarme? ¿Quién me alimenta a mí?”, le pregunta. “Algunas personas vienen. Le dan algo, le hacen visitas… Del Ayuntamiento también”, revela.
Sus manos, que antes “hacían de todo” ahora son la extensión de las de su madre en cuanto a los quehaceres del hogar, aunque algunas veces le dan RD$2,000 para que atienda la casa de una señora que vive en Nueva York. “Yo voy, limpio la marquesina, barro el patio, recojo la basura. No dan para gran cosa, pero más o menos para gastarlo aquí… sirven para algo”.
Al pensar en las fuentes de ingreso con las que antes contaba, recuerda que una de sus hijas en Estados Unidos duró un tiempo enviando remesas. “Ella está enferma de los nervios y, de lo que le dan, me manda cualquier cosa. No todas las veces, ¿sabe? Cuando puede”, afirma, “pero hace mucho que no manda”.
Recuerdos fragmentados
“Doña Ángela, usted, en su juventud, ¿bailaba mucho? ¿Gozaba mucho? ¿Cómo era su ánimo en ese tiempo?” Ella devuelve la mirada a su vecino con un toque de picardía y responde: “Pero eso no hay que decirlo”. “¿Usted bailaba la de Guandulito, de Fefita (artistas)… cuál era?”, “Yo bailaba de todo… ¡Ay Dios!”.
Tomándose su tiempo, entre breves pausas y algunas sonrisas ligeras, Antonio hace que la mujer rememore algunos momentos de su vida. Nació y creció en Zafarraya, Moca (provincia Espaillat) y se trasladó a Santo Domingo, poco tiempo después de la muerte del presidente dictador Rafael Leónidas Trujillo (1961). Para ese entonces, ya tenía tres vástagos.
Su esposo, al que le decían “Colón”, trabajaba en carpintería y llegó a ser corredor inmobiliario. Fue un momento de cierta holgura económica: ambos llegaron a ser propietarios de una casa en las inmediaciones del Malecón, hasta que fue adquirida para la construcción de una de las torres. Con ese dinero, se trasladaron hacia donde hoy se encuentran ubicados en el municipio Los Alcarrizos.
“Ángela era una señora muy normal. Ella pasó mucho trabajo porque su esposo vivió una etapa de alcoholismo. Ya no trabajaba, se ganaba RD$100 y quería beberse RD$1,000 y aquí ha estado, con esta familia, donde casi todos están enfermos… Ha pasado mucho trabajo en la vida. Solo la misericordia de Dios la mantiene viva”, lamenta su vecino. “Esa señora no duerme pensando en quién le atenderá su hijo cuando ella fallezca”.
Culminada la conversación, la ve dirigirse con premura hacia la cama de Domingo, quien ya ha despertado. Levanta las sábanas y le toca las piernas. Inspecciona si sigue limpio. “¿Me traerá leche de magnesia? Hace mucho que no hace…”, sostiene preocupada, mientras se sienta al lado de su hijo, quien responde al toque de su progenitora.
Ayudas económicas
En mayo de 2022, los medios de comunicación documentaron las condiciones de precariedad en las que Ángela vive con sus hijos. Su caso conmocionó a los comunitarios y llegó hasta las autoridades, quienes visitaron su propiedad. El alcalde de Los Alcarrizos, Christian Encarnación y el director del Gabinete de Políticas Sociales, Francisco Peña Guaba, visitaron la vivienda luego de la denuncia y le entregaron una nevera, una cama ortopédica para Domingo y un colchón para ella.
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La encargada del departamento de Desarrollo Humano y Género del Ayuntamiento en esa demarcación, Gisset López, resaltó que Ángela forma parte de unos 300 envejecientes, discapacitados y madres solteras en condiciones de vulnerabilidad que reciben una ayuda fija desde el cabildo.
Mensualmente, le hacen llegar RD$4,000 en comida y medicamentos esenciales. Además, López aclaró que el Ayuntamiento busca una trabajadora doméstica que asista a su familia. Recientemente, su casa fue cobijada y se encuentra a la espera de que le echen el piso y la pinten.
Al 2021, la pobreza monetaria en República Dominicana aumentó 0.49 puntos porcentuales con respecto al año de la pandemia (2020), al pasar de 23.36% a 23.85%, para un aumento de 72,118 personas en esta condición. Sin embargo, 43,713 personas salieron de la pobreza extrema, representando una reducción de 0.45 puntos porcentuales, cuando este indicador pasó de 3.51% el año pasado a 3.06% en 2020.