Celebrar la vida no significa armar una fiesta cada día —aunque no vendría mal hacerlo más a menudo—. Es algo más profundo: es un estado de gratitud que nos permite mirar lo que tenemos con ojos de asombro.
Hay mañanas en que uno despierta y lo primero que escucha es el canto de un ave en la ventana. Un sonido sencillo, casi insignificante, pero que si lo escuchas con atención te recuerda que la vida es un milagro que insiste en repetirse cada día. Entonces sonríes, y esa sonrisa ya es una forma de celebración.
La alegría de vivir no está en los grandes acontecimientos, ni en los éxitos que nos hacen sentir importantes por unos instantes. Está en los detalles menudos, esos que a veces olvidamos en medio de la prisa: en el café recién colado que humea en la taza, en la caricia inesperada de un niño, en la conversación que te enciende el corazón porque alguien te escuchó de verdad.
Celebrar la vida no significa armar una fiesta cada día —aunque no vendría mal hacerlo más a menudo—. Es algo más profundo: es un estado de gratitud que nos permite mirar lo que tenemos con ojos de asombro. Es detenernos para decir: “qué suerte la mía de estar vivo”, incluso en los días grises. Porque también de la tristeza se aprende, y hasta en medio del dolor puede asomar una chispa de luz.
He visto gente que guarda la alegría como si fuera un tesoro frágil que no debe compartirse, cuando en realidad es lo contrario: la alegría solo crece cuando se comparte. Al darla, se multiplica. Al regalarla, se enciende en los demás. Y esa es la verdadera fiesta: cuando descubrimos que lo que nos hace felices no son las cosas, sino las personas; no es lo material, sino lo que nace del corazón.
Yo creo que celebrar la vida es un acto de resistencia. Es una manera de decirle al mundo que, a pesar de la violencia, de las injusticias, de las pérdidas que nos duelen, seguimos creyendo que vale la pena apostar por la ternura. Porque cada gesto de amor es un triunfo sobre la desesperanza, y cada risa compartida es una victoria contra el miedo.
Nos toca, entonces, bailar más aunque no haya música, cantar aunque desafinemos, abrazar sin miedo al ridículo, besar más despacio, mirar más profundo. Y sobre todo, agradecer. Porque la gratitud convierte lo cotidiano en milagro, y lo común en extraordinario.
Quizás eso sea, al final, la verdadera sabiduría: aprender a celebrar lo simple. Saber que la vida no es eterna, que se escapa como agua entre las manos, y que por eso mismo hay que saborearla con intensidad.
Recuerdo una tarde cualquiera, en el patio de Casa de Teatro. Llovía, y el agua corría libre por las piedras viejas.
De repente, un grupo de muchachos que habían salido de un ensayo decidió bailar bajo la lluvia. Sin música, sin plan. Solo risas y saltos, chapoteando como niños.
Yo los miraba, y pensé: “esto es la vida, y así hay que vivirla: con la libertad de mojarse sin miedo, con la alegría de estar aquí, juntos, celebrando lo único que de verdad tenemos: este instante”.

 
                     
                    