A lo largo de la historia, en todos los campos de la creación humana, un ingrediente ha destacado por volver especial todo lo que toca: el limón amarillo.

En incontables ocasiones, la respuesta es el limón. Las preguntas, eso sí, varían mucho.

He aprendido esto con el paso de los años, pero tuve un rotundo recordatorio el mes pasado (¿o fue el mes anterior?) cuando intentaba prestar atención a la base de un platillo (¿salmón? ¿habas de lima?) pero en realidad quería hablar del limón amarillo. Nada más. Ese fruto tiene algo irresistible, una cualidad hipnótica que capta mi atención poco a poco, pero por completo. Teniendo algo así a la mano, sinceramente, ¿con qué otra cosa se podría cocinar? ¿De qué otra cosa se podría hablar?


Lo que hace que los limones amarillos me resulten tan emocionantes es su tendencia a permanecer en segundo plano y al mismo tiempo transformar de forma fundamental (y deliciosa) cualquier plato con el que se combinen. Los dos componentes clave —la cáscara y la pulpa jugosa— son los responsables de ello. Un poco de ralladura agregada mientras salteo mi sofrito para ragú, digamos, o un pollo a la cacerola, o una sopa de lentejas, o cualquier cosa, perdurará con una fragancia que nunca puedo pasar por alto, y un chorrito de jugo al final añade un toque imperdible. (La receta de hoy se limita a la ralladura, pues los tomates suelen tener suficiente acidez para dar a la pasta un toque de intensidad. Sin embargo, un poco más de jugo no vendría mal, sobre todo si tus tomates son muy dulces).



Las interacciones entre la pulpa y la cáscara se vuelven aún más interesantes en el siguiente nivel, cuando los hago en conserva, dando a la cáscara y a la pulpa semanas para interactuar, con la incorporación de mucha sal. Este perfume —para mí, la esencia destilada del limón amarillo— es lo que confiere a los platos marroquíes gran parte de su particularidad. También es la receta que abre el libro de Paula Wolfert The Food of Morocco, que no puedo dejar de recomendar, y un ingrediente clave en muchos de mis platos favoritos para cocinar: una ensalada tibia de papas, ejotes o judías verdes asadas, champiñones al horno, tagine de pollo o cualquier otro pollo.

Sin embargo, de alguna manera hablar de cómo cocinar con limones amarillos se siente demasiado específico. Me dan ganas de retroceder un poco para tener una mejor visión. “Siempre he considerado al limón amarillo como un tercer condimento en la cocina, después de la sal y la pimienta”, escribe el chef británico Simon Hopkinson en el prólogo de The Gourmand’s Lemon. ¡Muy cierto! Yo dejaría la pimienta si tuviera que hacerlo. ¿Pero el limón? Probablemente colgaría el delantal y buscaría otro trabajo.

Sin embargo, The Gourmand’s Lemon —lleno de fotos, ensayos, historias y recetas empapadas de jugo— demuestra que en realidad no tengo adónde ir. Después de todo, este espléndido fruto puede encontrarse en todos los campos de la creación humana.

Según The Gourmand’s Lemon, en el arte, la fruta aparece ya en el siglo V a.C. en una ilustración de Buda pintada en el techo de una cueva cerca de Ajanta, en la India central. Desde entonces, innumerables artistas han intentado plasmar la naturaleza arquetípica del limón amarillo y su perfección inherente. El detalle con el que los artistas holandeses e italianos de los siglos XVI y XVII los ilustraron es asombroso, consiguiendo capturar la parte blanca, la pulpa brillante y la piel rugosa utilizando una costosa pintura amarilla de plomo y estaño.

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Los limones representados en esos lienzos cuentan la historia de lo venerada que llegó a ser esta fruta durante este periodo. La capacidad de cultivar limones amarillos en Europa, con estructuras especiales llamadas orangeries o limonaias destinadas a cobijar los cítricos en invierno, era un símbolo de poder colonial y de ostentación de grandes riquezas. La familia Médici, que amasó una de las mayores fortunas de Europa, cultivó una espectacular colección llena de limones rugosos y lisos, grandes y pequeños, algunos de los cuales pueden verse aún hoy en Villa di Castello, en las estribaciones que rodean Florencia.

En el siglo XIX, de acuerdo con un artículo publicado en 2017 en The Journal of Economic History, la mafia amasó su fortuna en Sicilia gracias al incremento en los precios de los limones amarillos ocurrido tras descubrirse que curaban el escorbuto. Los mafiosos originales protegían a los cultivadores en un entorno sin ley, pero con el tiempo, los “protectores” se hicieron con el control total de la industria a medida que desarrollaban las prácticas extorsivas por las que se hicieron famosos en la Nueva York del siglo XX.

El maravilloso Gourmand te lleva por un largo y fascinante recorrido cítrico que abarca a Virginia Woolf y el círculo de Bloomsbury, los primeros días de Hollywood y su conexión (dentro y fuera de la pantalla) con este fruto, los dibujos botánicos de limones amarillos del siglo XVII y todas las expresiones en inglés en las que la palabra lemon es utilizada para describir “algo defectuoso, desagradable o sin valor”.

Tantas preguntas para las que —ni siquiera lo sabía— la respuesta era el limón amarillo, o, al menos, un poquito de limón. Y, por último, está mi propia pregunta persistente: ¿qué es mi comida cuando se reduce a sus elementos más básicos? Y la respuesta que se presentaba tan clara (ya lo habrán adivinado) era el limón.

Yotam Ottolenghi es escritor y chef propietario de Nopi y Rovi, los restaurantes Ottolenghi, en Londres. Escribe una columna de comida mensual en The New York Times Magazine y una columna semanal para la revista Feast de The Guardian. Más de Yotam Ottolenghi

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