Nos esforzamos en poner límites a otras personas y descuidamos ponerle límites a nuestra propia vida.

Los límites definen con quién nos relacionamos y de qué manera lo hacemos. Al definir límites estamos creando reglas de relación. Les expresamos a los demás como queremos ser tratados y les señalamos que sus conductas que afectan nuestras vidas, al violar esos límites, tendrán consecuencias.

Cuando vivimos una vida sin adecuada definición de límites favorecemos que los demás invadan nuestra vida. Somos víctimas fáciles de la manipulación y el control de nuestra vida, que debe ser interno, es regido externamente por otros.

Nuestros límites sanos y claros le permiten a los demás saber cómo queremos ser tratados. Qué permitiremos y qué no. Trazamos líneas invisibles que los demás no pasarán. Eso incluye nuestro cuerpo, nuestras relaciones de pareja, relaciones sociales y laborales y nuestras relaciones con los familiares.

Ponerse límites uno mismo nos da poder y dignidad y manda un mensaje claro de que queremos respeto y dignidad en nuestras relaciones y vivimos en libertad y sin miedos. 

Con nuestras creencias también establecemos límites. Y en el caso de Dios es, de acuerdo a las escrituras, alguien respetuoso que trata con respeto nuestras decisiones, aún las de vivir una vida fuera de sus reglas, pero nos señala las consecuencias inevitables de nuestros actos.

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