Cuando te casas con una inmigrante, demostrar tu compromiso puede convertirse en una historia de amor por derecho propio.

En algún rincón de los archivos del Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos hay un documento que afirma que mi esposa y yo nos conocimos en Tinder en el verano de 2015. Entre los papeles de cientos de miles de personas que son acogidas o deportadas de Estados Unidos todos los años, puede o no estar escrito que el perfil de citas de ella decía “100 por ciento latina”, mientras que el mío decía algo trillado como “Viajando sin parar” con las fotos obligatorias de esquí y senderismo.

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Nuestro archivo, si es que todavía existe, probablemente detalla el tipo de pasta de dientes que usamos y en qué lado de la cama dormimos. Quizá incluya una historia diluida sobre nuestra primera cita, cuando ella creía que yo la iba a recoger en su casa mientras que yo la esperaba impaciente en el restaurante.

En esa primera cita me enteré que Carolina era de Chile, donde una década antes yo había pasado años como estudiante y luego docente, y que ella vivía con su prima en el valle de Vail, Colorado, donde también viví. También supe que había llegado con una visa de turista pero que se había quedado más tiempo del permitido por esa visa en un lugar que le parecía irresistiblemente hermoso.

Para ese entonces ya estábamos a finales de 2015 y la campaña presidencial ya estaba en plena marcha, repleta de debates acalorados sobre los inmigrantes y su futuro en Estados Unidos. Según la jerga de aquel entonces, Carolina era “ilegal”.

Aun así, nos enamoramos.

La primera vez que le pedí matrimonio, más de un año después de nuestra primera cita, estábamos sentados en los sillones de cuero de la oficina de un abogado de inmigración que acabábamos de conocer. Unas noches antes, Donald Trump había ganado las elecciones. Mi esposa lloró. Yo también lloré un poco. El miedo que sentimos era fuerte: nos vinieron visiones de redadas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, separación, alambre de púas, desplazamientos en autobús a un lugar que ni siquiera era su lugar de origen. Yo soy hijo y nieto de sobrevivientes del Holocausto, así que cargo con todo el bagaje espiritual de la Alemania nazi. Los ecos de esa persecución insoportable me acechaban sobremanera.

El abogado nos dijo que nuestra única opción, en lo legal, era casarnos. En retrospectiva, mi esposa tal vez diga que no fue una propuesta de matrimonio formal —no me arrodillé, no hubo anillo ni nada de eso—, sino que más bien yo le choqué los cinco y declaré: “Pues, ¡al parecer vamos a casarnos!”.

La segunda vez que le propuse matrimonio, fue más oficial, me arrodillé en el concreto de la estación Union Station de Denver mientras ella se alistaba para abordar un autobús de vuelta a nuestro hogar en las montañas. Mi papá tenía cáncer y yo había pedido unos meses de licencia en mi trabajo como profesor para estar con él en sus últimos días.

Carolina había estado viniendo los fines de semana y, en esta ocasión, mientras se preparaba para irse, decidí darle el anillo que habíamos comprado juntos. Mientras me arrodillaba en el pavimento frío del andén de la estación, listo para profesarle mi amor, vi un charco de vómito a menos de un metro de mi rodilla y me paré de un brinco.

Dijo que sí.

Entre el apuro de su partida y el vómito del suelo, el momento romántico se evaporó. Le di un beso rápido y le dije: “Ya súbete al autobús”.

Nos casamos en la sala de la casa de mis padres en Boulder el 21 de enero de 2017, al día siguiente de la toma de posesión de Trump. Y no fue por casualidad. Quizá recuerden su discurso sobre la “matanza estadounidense”, y nos preocupaba lo que pudiera deparar el futuro.

Dada la enfermedad de mi papá, nuestra boda fue un asunto familiar; solo estaban mis padres, mis hermanos, la prima de mi esposa y su esposo. Mi papá vomitó a media ceremonia. No hablamos de política. No encendimos el televisor ni vimos la Marcha de las Mujeres, aunque luego nos enteramos de cómo fue.

Ese mismo lunes, presentamos nuestra solicitud migratoria.

En nuestra primera entrevista del proceso, declaramos todos los hechos vergonzosos sobre nuestra relación bajo juramento, exprimiendo nuestras experiencias personales para demostrar nuestro amor. Sí, nos conocimos en Tinder. Sí, nos hospedamos en un motel barato Super 8 (aceptaba mascotas) cuando viajamos en auto a Las Vegas y decidimos gastar todo nuestro dinero en bufés y montañas rusas. Sí, ella duerme del lado derecho de la cama.

El entrevistador tomó notas muy detalladas.

Usamos un intérprete para la porción de la entrevista de mi esposa, no porque no hablara bien inglés, sino porque estaba tan nerviosa que temía decir algo equivocado y que la rechazaran (o deportaran, eso creíamos en aquel entonces). En cambio, el intérprete fue el que se equivocó, pues indicó por una serie de malentendidos que ella había participado por voluntad propia en una estafa relacionada con la seguridad social. Nos dijeron que Carolina tendría que regresar al día siguiente. Nervios. Sudor. Miedo.

En algún rincón de los registros de nuestro gobierno federal está la confirmación de que mi esposa jamás ha sido ni intentado ser terrorista, comunista, traficante de personas ni prostituta. Nunca ha intentado derrocar un gobierno. Nunca ha traficado estupefacientes.

El gobierno sabe que tiene cabello castaño y ojos cafés, aunque creo que no saben lo hermosos que son esos ojos. Saben que mide 1,60 metros, pero no saben, y nunca preguntaron, de la perfección con que su cuerpo se amolda al mío, dejando una floritura de signo de interrogación en la cama que compartimos en casa.

En los primeros años luego de que recibió su green card, todavía nos poníamos nerviosos al salir del país. En el contexto oficial, las decisiones de viaje dependían de los funcionarios de aduana, y esa incertidumbre nos causaba ansiedad. ¿Aparecería el error que cometió el intérprete en la pantalla de un agente mientras revisaba el pasaporte extranjero de Carolina? ¿La juzgaría con base en sus transgresiones pasadas y determinaría que se había colado con demasiada facilidad en el sistema?

En nuestro expediente, si todavía existe, también hay una serie de declaraciones juradas notariadas de nuestros amigos que afirman que sabían que nos casaríamos en cuanto nos vieron juntos, que mi esposa trató a mi padre como si fuera el suyo en sus últimos días de vida, en los que ambos estuvimos a su lado. Como testigos de nuestra relación, nuestros amigos sabían que el amor es amor en todos los idiomas y a través de todas las fronteras, que lo nuestro era real más allá de los documentos que nos definían.

Pero, por ley, los documentos sí importan. Hace poco, mi esposa se convirtió en ciudadana estadounidense. Más de ocho años luego de que una aplicación de citas me llevara hasta el corazón del sistema migratorio de Estados Unidos y me hundiera en un temor que pensé que mis ancestros habían dejado en el pasado, ella obtuvo la ciudadanía estadounidense.

Dejamos a nuestras dos hijas —productos de Tinder, de alineaciones políticas y de una visa vencida— con mi madre antes de viajar en auto a Denver. Carolina estaba nerviosa por el examen de educación cívica y llevaba semanas estudiando. Para cuando lo tomó y lo aprobó, sabía la información mucho mejor que yo. (Tuve que preguntarle: “Entonces, ¿cuántas enmiendas hay?”).

Al final, la última entrevista duró menos de diez minutos y la aprobaron en el acto. Me imagino que el hecho de que tenemos dos hijas favoreció nuestra solicitud. Sería un nivel extraordinario de compromiso si nuestro único propósito fuera engañar al sistema.

Mientras Carolina recitaba el juramento —su promesa de serle fiel a esta nación y a su Constitución— estaba tan nerviosa que se tropezó con las palabras de la manera más adorable. “Por la presente, declaro bajo juramento” se convirtió en, “Por el presente lloro bajo juramento”. Y dijo “según las cuales” como “según los cales”.

Se registró para votar. Agregamos otros sellos a su pasaporte nuevo. Nuestras hijas también los tienen. Ellas nacieron con ojos café, como los de su madre. Mi esposa me dice “gringo” cuando está enojada conmigo, con un tono cariñoso. Todo está en su lugar.

No tengo soluciones para los retos de la inmigración. Reconozco que sí hay problemas. La gente ha intentado burlar al sistema, con matrimonios falsos que presentan los mismos documentos que nosotros. Comprendo que las críticas continúan, así como las fanfarronadas, la retórica y la capa de tensión y violencia que hierve bajo la superficie, amenazando con desbordarse.

Yo solo sé que, escondida en alguna carpeta manila en las entrañas de un edificio anodino de Denver (o quizá ya triturada o desechada en el bote de reciclaje), en un acta documentada y definida por legalidad, e incorporada a la historia de esta gran nación, está la afirmación de que estoy enamorado.

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