Mi trabajo ha significado independencia, curación y libertad. ¿Por qué mi pareja no pudo verlo así también?

Tenía 24 años cuando empecé a hacer estriptís. Una amiga y yo estábamos tomando el té en el sofá, éramos dos jóvenes idealistas en Berlín hablando de cómo necesitábamos dinero. A partir de ahí, todo fue sorprendentemente rápido, como suele ocurrir en esta industria. Mi amiga vio un anuncio en Craigslist, y poco después nos encontrábamos tambaleándonos medio desnudas y con tacones de plataforma por un pasillo lleno de humo de un club de estriptís.

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Ahora que tengo seis años de experiencia, mi percepción de la industria es más matizada que durante aquella charla a la hora del té. Lo que no ha cambiado son las preguntas que me hacen habitualmente como estríper, la más común: “¿Tienes novio? ¿Qué dice de tu trabajo?”.

En cualquiera de las variantes en las que hacen esta pregunta (“¿Es posible encontrar novio con este trabajo?” “¿Tu novio no es celoso?”), siempre presupone un novio. Rara vez se menciona la posibilidad de que me atraigan las mujeres.

Los clubes de estriptís siguen rigiéndose por las normas de género tradicionales, al menos en mi experiencia. La expresión del género no conforme no es bienvenida, y una transfobia chirriante empapa las malolientes alfombras manchadas de champán de los clubes. Se espera que las estríperes que se presentan como mujeres sean hiperfemeninas, mientras que los clientes masculinos exhiben una hipermasculinidad a través de expresiones de machismo y poder financiero, ya sean reales o escenificadas.

En este contexto, la heterosexualidad se da por sentada. Sin embargo, a lo largo de los años me he dado cuenta de que el club de estriptís no es un universo paralelo, sino más bien un espejo de la sociedad, amplificado por las luces brillantes. Y así fue mi primera relación como estríper con un hombre heterosexual.

Cuando conocí al que se convertiría en mi novio, le hablé de mi trabajo y de mi bisexualidad, y él dijo que ambas cosas le parecían bien. Se llamó a sí mismo feminista. Me dijo que le parecía “genial salir con una estríper”. Fue cuando nuestra relación se hizo oficial que empezaron los problemas, y él comenzó a expresar su disgusto con mi elección de carrera. Había visto que esto les pasaba a muchas de mis colegas, pero a diferencia de las parejas de mis colegas, mi chico se declaraba feminista.

“¿Por qué no te gusta mi trabajo?”, le pregunté. Le había regalado el libro de cocina de Juego de Tronos, y habíamos pasado un día saludable cocinando recetas raras que nunca volveríamos a cocinar. Llevaba unos seis meses conteniendo la pregunta hasta que por fin surgió.

“Nunca lo había pensado”, dijo. “Simplemente, no me gusta y probablemente nunca me guste”.

Dejé el tenedor. La comida ya no sabía interesante.

Sin embargo, me quedé con él. Sabía que las relaciones estaban hechas de compromisos.

Me quedé e intenté que funcionara. Pensé que si le mostraba mi mundo, se daría cuenta de que no tenía nada de qué preocuparse. Cuando le presenté a mis amigas estríperes, que se habían convertido en algunas de las personas más importantes de mi vida, se sentó a la mesa con la cabeza gacha y no les dirigió la palabra.

Empecé a organizar eventos para desestigmatizar el estriptís y explorar su lado creativo. Lo invité a cada uno de ellos, pero nunca apareció. Cada vez que yo iba a trabajar, él estaba en casa con dolor de cabeza.

Al año de relación, seguía soltando frases como: “Mis amigos me preguntan cómo puedo estar con una estríper”.

Él tuvo la oportunidad de escuchar y aprender de mi experiencia. En lugar de eso, regurgitó el juicio de sus amigos, quienes no habían hablado con una estríper en su vida.

Decidí hacer terapia de choque.

En una tranquila noche de trabajo, conocí a un cliente rico y divertido que se quedó hasta que cerró el club. Cuando el camarero anunció la última llamada, este hombre me ofreció dinero para continuar la fiesta en su hotel, lo que significaba un compromiso social, no sexual, que llevé a cabo con todas las precauciones que tomaría en cualquier cita, como enviar mi ubicación y actualizaciones cada hora a mis amigos. El hotel resultó ser el Ritz Carlton.

Como chica de campo que creció en una familia de clase trabajadora en el norte de Italia, no estoy acostumbrada a los lugares lujosos. El estriptís tiene la extraordinaria capacidad de tender puentes entre clases; me introdujo en el mundo de los hoteles lujosos, el champán y las citas caras.

Aun así, la chica de clase trabajadora que hay en mí nunca desapareció, y cuando vi el baño de mármol de su suite, pensé que sería épico enviar por ahí una foto de mi trasero casi desnudo en el Ritz. Me quité los pantalones de correr, me desvestí hasta quedar en lencería y posé. El cliente hizo la foto y yo se la envié a mi novio. Eran las 7 a. m. y se veía la rodilla del cliente en el encuadre.

Sé que parece una locura, pero enviarle la foto tenía su lógica. Al mostrarle dónde estaba, intentaba indicarle que no estaba haciendo nada malo, porque ¿por qué iba a enviarle una foto si lo estuviera haciendo?

Pero al parecer esa lógica no era tan sólida, porque todos mis amigos dijeron que mi razonamiento no tenía sentido. Y la verdad es que quería provocarlo, hacer una declaración. A él le daba tanto miedo que me desnudara, y lo criticaba tanto, que en cierto modo yo esperaba que bombardearlo con este tipo de contenido acabaría normalizando mi mundo para él.

Después de enviarle la foto, no supe nada de él durante tres días. Eso me hizo darme cuenta: mi novio me veía a través de los ojos de un cliente, de aquel que no entiende el estriptís como una performance de hipersexualidad e hiperfeminidad, y como un entretenimiento profesional.

Yo lo veo así: si una azafata te sonríe cuando te pregunta si quieres zumo de naranja, ¿crees que le gustas de verdad? ¿O crees que sonríe porque es su trabajo sonreír? Lo mismo ocurre con el estriptís. No nos quitamos la ropa y actuamos de forma seductora porque nos hayamos enamorado de nuestros clientes; lo hacemos porque es nuestro trabajo.

Si mi novio hubiera ido alguna vez a un club de estriptís, podría haber sido uno de esos clientes que te piden tu número o salir a desayunar después de tu turno porque confunden una conexión transaccional con una real.

Al final, rompimos. Lo paradójico es que él debería haberse sentido seguro sobre nuestra relación conmigo trabajando en el club de estriptís, porque cuanto más trabajaba, menos me atraían los hombres en mi tiempo libre. En realidad, lo que debería haberle preocupado es que me enamorara de mis colegas estríperes, pero, contrariamente a su actitud hacia mis clientes masculinos, nunca las vio como una amenaza.

Del mismo modo que me fetichizaba como estríper, también fetichizaba mi bisexualidad, como hacen muchos hombres heterosexuales. La gente suele ver la bisexualidad como estar abierto a la idea de tener relaciones sexuales con personas de cualquier sexo. Esta percepción siempre me ha parecido invalidante y me irrita.

No estoy “abierta a la idea” de estar tanto con una mujer como con un hombre. Me enamoro de las mujeres. Las anhelo. Mi novio debería haberse dado cuenta de la diferencia, después de haber pasado horas escuchando las historias de mis pasados desengaños homoeróticos y de cómo había llorado por colegas que me habían aclarado que éramos solo amigas tras darme señales confusas.

Aun así, sus celos nunca se dirigieron hacia las mujeres, y nunca las percibió como competencia, lo que significa que nunca se tomó en serio mi bisexualidad. Se le notaba su fetichismo, y le gustaba cuando comentaba que tal o cual colega mía estaba buena, comparando sus gustos con los míos.

Puede que nunca se planteara por qué no le gustaba mi trabajo, como él dijo, pero yo sí. Y lo que pensé es que él veía mi cuerpo como su propiedad. No soportaba que extraños me vieran desnuda, revelando el secreto que él creía que debía pertenecer solo a nuestra intimidad de alcoba. Sus primeras palabras fueron reveladoras: “Es genial salir con una estríper. Como si yo fuera un trofeo para poner en su estantería, una estatua caliente envuelta en ropa interior de encaje.

Él no vio cómo el estriptís me dio independencia económica y me permitió viajar por el mundo. No vio cómo curó las heridas de una educación estricta y religiosa, liberándome de mucha vergüenza católica. No vio cómo elevó a la niña insegura que solía ser, convirtiéndome en la persona segura de sí misma que le gustaba.

Él solo veía mis pechos desnudos exhibidos ante extraños. Desnudarme para él se reducía al delito de hacer pública mi carne, para otros hombres, porque las otras mujeres no importaban tanto. Al final, no estoy segura de que él me viera en absoluto. La persona dentro de la piel que está orgullosa, y ama plenamente, y que, como cualquiera, se limita a hacer su trabajo.

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