Michael Jordan se sen­taba en el medio del clubhouse de ligas meno­res a jugar dominó con sus nuevos compañeros. Pare­cía la persona más feliz del mundo. Se reía con fuerza y no paraba de decirles co­sas a los otros jugadores. El hombre lucía tal cual como si estuviese en su casa.

Como reportero del Washington Post, pasé una sola semana con Jordan durante aquel verano, pe­ro esta escena aparente­mente se repetía días tras día. Aunque pareciera in­creíble, encañó casi de la noche a la mañana con es­tos muchachos que tam­bién buscaban el sueño de las Grandes Ligas.

Gracias al documen­tal “The Last Dance” de ESPN, Jordan y los Bulls de Chicago son otra vez te­ma de conversación. Jor­dan tenía 31 años cuando decidió intentar “colarse” en el béisbol, siendo bási­camente siete años mayor que el jugador promedio de su equipo, los Barones de Birmingham. Sin em­bargo, hizo una perfecta transición de esa vida de estrella de rock, como la estrella más rutilante de una de las más grandes di­nastías a sentarse en una silla plegable en una me­sita de cuatro patas sobre concreto y decir a viva voz, “A jugar”.

Con eso en mente, éstas son cinco cosas que apren­dí sobre Michael Jordan durante nuestra pequeña odisea entre Birmingham y Chattanooga en aquel 1994.

Las historias sobre lo competitivo que era Jordan son definitiva­mente ciertas.

Jordan dice en el docu­mentario lo siguiente: “Yo no tengo un problema de apues­tas; yo tengo un problema de competitividad”. Se toma­ba todo en serio. Empezaba su día con una o dos rondas de golf, y no era que aposta­ba cualquier cosita. Llegaba luego al clubhouse y contaba sus éxitos, hoyo por hoyo. Se tomaba en serio los juegos a las cartas. Y también las prác­ticas de toques de bola, traer una carrera desde segunda, todo.

Jordan iba en serio con el béisbol y habría llegado a las Grandes Ligas

Si le preguntas a su ma­nager, Terry Francona, y su coach de bateo, Mike Bar­nett, sobre los 127 juegos de Jordan, esto es lo que te dirán: Entregó todo lo que tenía, nunca tomó ata­jo y quería ser tratado como cualquier otro jugador. En ese sentido, era un placer compartir con él.

“Es el tipo de personas que te hace sentir bien”, dijo el torpedero de Bir­mingham en 1994, Glenn DiSarcina. “Después de un  tiempo, lo ves como alguien más que está trabajando en sus cosas, igual que tú”.

Jordan realizaba tantas prácticas de bateo – tempra­no en la tarde, después de los juegos, lo que fuera – que ha­bía días en los que las manos le sangraban. Absorbía todo, además, o al menos lo inten­taba. Al principio, los lanza­dores lo retaban con rectas y cuando eso no funcionó, em­pezaron a atacarlo con un batallón de envíos rompien­tes. Pero Jordan iba mejoran­do. Estaba reconociendo me­jor los pitcheos.

Creía que si se dedicaba a hacer algo, lo podía lograr. No conocía a nadie que tra­bajase más que él o que fue­se más inteligente que él. Si se ve desde esa óptica, sus 127 partidos con los Barones no fueron un éxito. Pero si lo ves de otra forma, fue un éxito monumental. ¿Cuán­tos hombres de 31 años con exactamente cero experien­cia en el béisbol profesional se ponen un uniforme y dis­putan 127 encuentros?

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Se bajó del carro y ba­teó .202 en Doble-A. Luego fue a la Liga Otoñal de Ari­zona, un circuito reservado para los mejores prospectos, y bateó .252. Eso es lo que realmente impacta. Sólo un atleta increíblemente talen­toso puede hacer algo así. Además, se estaba ajustan­do a los pitcheos en curva, y si hubiese seguido adelante, no tengo dudas de que hu­biese llegado a las Mayo­res. Hasta Francona afirma lo mismo en el documental, estimando que Jordan nece­sitaba 1,500 visitas al plato en las menores para conver­tirse en ligamayorista.

Creo que Jordan siem­pre iba a regresar a la NBA la primavera siguiente. Creo que, como apunta el docu­mental, estaba extenuado mentalmente del basket y necesitaba el béisbol para recargar baterías.

 CALIDAD

Carisma

Miles y miles vieron a Jordan ese verano. En Chattanooga una noche, hubo 13,416 personas en un esta­dio con 7,500 asien­tos. Cientos esperaban horas por un autógra­fo de su majestad. Para Jordan, era lo mismo de siempre.

“La primera vez que llegas a una ciudad, li­dias con eso”, dijo. “Lo hacía en la NBA. Hay como cierta curiosidad, mucha gente diciendo, ‘¿En qué anda esta per­sona?’ Hay personas que simplemente no pueden creer lo que es­toy haciendo”.

Ése también fue el año en el que Jordan de­cidió escribir un libro. Fue de sólo 36 páginas de largo y con un título apropiado: “No puedo aceptar no intentarlo”.

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