Cuando escucho un padre indignado o una madre decepcionada por el comportamiento irrespetuoso de un hijo,  me conmuevo. Vengo de una crianza en la que se respetaba a los padres, aunque entendiéramos, a veces, que podrían ser injustos. 

En el consultorio, he visto adolescentes irrespetar a sus padres de formas que no concibo. He sido entrenado para pensar sistémicamente. Al ver esas situaciones, las cuales permito que se escenifiquen en mi presencia, trato de observar el contexto general de la familia y las relaciones que se dan en ella.

Si yo quiero que mis hijos me respeten, yo los debo respetar. Si no me gusta que un hijo me agreda o intente agredirme, yo no lo debo agredir ni pegarle. Siempre le digo a las familias que no golpeen a sus hijos. De los adolescentes les digo que no debemos agredirlos y cuidar de no avergonzarlos frente a sus amigos.

El irrespeto de un hijo no ocurre de un día para otro. Los padres deben establecer relaciones respetuosas con los hijos, poner límites y reglas y estar disponibles para los hijos. Hoy en día el trabajo y los compromisos voluntarios esclavizan a muchos padres que abandonan, durante el día y parte de la noche, a sus hijos. Están ausentes dentro de la casa. Desconocen los problemas de sus hijos y el estrés laboral y social los hace distantes de los hijos y de la pareja.

De ahí que el problema no es un mal comportamiento de los hijos. Hay un sistema familiar que no está funcionando bien. Un ambiente de discusiones, irrespetos y de conflictos de pareja. La explosión de la conducta de los hijos es un llamado de alerta para que la familia busque ayuda profesional de Terapia Familiar.

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