En un encuentro en la cena de año nuevo compartíamos varias generaciones. Jean, mi hijo, y Griselda mi hermana, contaron dos historias que creo que son útiles para reflexionar acerca del reto de vivir, que al comenzar cada año se renueva en los seres humanos. 

La historia de Jean hablaba del hombre insatisfecho porque Dios le había dado pocos años de vida, y éste le pedía los años que le había dado al perro, al burro y al mono. 

Sin embargo, después de Dios complacerlo también le dio los sinsabores de estos animales: ser amigo del hombre y servirle, cargar y cargar para los otros, y hacer moriquetas y divertir a los demás.                                                 

En la historia de mi hermana, Don Guaraguo y Doña lechuza se encuentran y la lechuza le pide que no se coma a sus hijos, porque ella iba a buscar comida para ellos. 

Don Guraguao le promete no comérselos, pero le pide una identificación, a lo que la madre accede diciendo que son los más bonitos del mundo, que al  verlos él los iba a reconocer. 

Don Guaraguao no vio a los bellos hijos de la lechuza, y encontrando unos feos lechuzitos se los comió. Decía mi hermana que la moraleja era  que para las madres no hay hijos ni hijas que son feos ni feas. 

En la primera historia se observa que el regalo de la vida va lleno de algunos sinsabores. Y que los seres humanos siempre deseamos vivir mucho, aunque no sepamos que hacer con nuestra vida. 

Y peor aún si la actitud es que servir al otro es tener la vida de un perro, o ayudar a los demás  y ser solidarios es cargar como un burro, o ser agradables a los demás y a nuestros hijos y nietos es ser como un mono; estamos en una actitud que justificaría que Dios no nos haya dispensado muchos años para vivir.

Vivir muchos años no tiene sentido si no somos útiles a la familia y a los demás. Vivir egoístamente, solo centrado en uno mismo y en los suyos no es lo que Dios quiere para nosotros. 

Cuando la actitud de servir y de dar es la de “es mejor dar que recibir”, como señaló Jesús, crecemos y al final recibimos felicidad; porque quienes dan reciben la satisfacción de que tienen el poder de ayudar y hacer felices a los demás. No sería así si la actitud es ver estos actos como las cargas de la historia que cuenta Jean. 

En la historia de la lechuza aprendemos como debemos ver con objetividad nuestras faltas y virtudes, y que cuando no vemos adecuadamente la realidad que nos rodea, podemos terminar haciéndole daño, sin proponérnoslo, a nuestras familias y a los que nos rodean. Una dosis de sinceridad con nosotros; un mirar hacia dentro, para ver nuestros propios errores. 

Un reconocimiento de que tenemos faltas y que debemos en este año empezar un proceso de cambios para superar esos errores, que no queremos ver, pero que pueden terminar haciendo daño y perjudicando a otros. 

En ambas historias hay un elemento sistémico, que nos relaciona como seres sociales. Los humanos son seres sociales por excelencia, necesitamos a otros, nos relacionamos, aprendemos de la interacción con los demás, y como fenómeno dialéctico es difícil el crecimiento humano al margen de los cambios, de los conflictos y de los intereses encontrados. 

En las diferencias y en las circunstancias difíciles de la vida es que los seres humanos podemos crecer. 

En los duelos y pérdidas, en las confrontaciones, en dilemas en los grupos a los que pertenecemos es que los seres humanos crecen, y pueden decidir trascender, como un ejercicio desinteresado de dar algo a la humanidad, y a la comunidad que nos rodea. Sin dejar que el rencor por los daños recibidos, nos impida ser útiles a la sociedad en general y a nuestra familia.

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