Le traspasó el alma. Esa noticia es de las que un padre no quiere oir. Su hijo había hecho una locura, tomó una sustancia desconocida. La doméstica llegó a la casa y fue rápida a llevarlo al médico. Se está recuperando. Preocupados el padre y la madre se preguntan qué pasó, ¿Por qué intentaría esa acción?

La pareja tiene varios años en conflictos. El marido tiene otra mujer. Ambos padres trabajan y sus cuatro hijos son cuidados por una señora contratada para esos fines.

El joven Alfredo tiene una tristeza acumulada. Las discusiones de sus padres no tienen fin. Están separados en la casa. Alfredo tiene sus problemas. No duerme bien, no le va bien en la universidad; hace poco enamoró a una chica y ésta lo rechazó.

Como sordos y ciegos los padres no perciben cómo su situación afecta a los hijos. Angelita de 8 años no rinde en la escuela.  Está apática y se aísla de sus amigos. 

Eduardo de 12 años es vivaz, quiere ser como su papá. Es agresivo y ofensivo verbalmente. Pelea en la escuela con frecuencia. Cristina tiene 14 años y sólo encuentra tranquilidad en las redes. Ha conocido un amigo, un hombre mayor. Le escribe y chatean. Está planeando conocerlo físicamente.

La conducta de Alfredo fue un extremo. Su acción no es aislada, quiere llevar un mensaje, inconsciente para él, su familia se derrumba y los padres no se dan cuenta. Cada uno se enfoca en su vida y por las traiciones, ambos deciden tomar venganza y encuentran placeres en otros brazos.

No se dan cuenta del drama de sus hijos. Ese día en la tarde, entre lágrimas por Alfredo, se tranquilizan porque está fuera de peligro. Sin embargo, al volver a la cotidianidad, es posible que sigan actuando como antes. No escuchan lo que pasa, no ven, no comprenden. Tal vez seguirán igual hasta que otro síntoma ocurra, posiblemente en otro hijo.

El mensaje no les llega y la familia no busca ayuda y se sumerge en pautas de dolor, abuso emocional y descuido parental.

El amargo sabor a infelicidad los ha acostumbrado a tomar distancia, a pelear revanchas interminables. A enquistarse cada cónyuge en su mundo de placer, sin necesidad del otro, mientras los hijos abandonados necesitan padres que no estén ausentes.

Son padres periféricos que han abandonado a sus hijos, viviendo en el mismo techo.

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